Siempre que se acerca el día de una maratón, sobre todo si
es una “gran maratón”, como es el caso, uno no hace más que pensar en la
carrera. La semana previa entran todo tipo de dolores, entran las dudas,… En mi
caso, con las certidumbres con las que llego y teniendo en cuenta que mis
últimas tres semanas de trabajo (bueno mis últimos tres meses) han sido
trepidantes, sin un minuto para un respiro, llega el día en el que tengo que
viajar, y apenas siento los nervios que preceden a la puesta en marcha. Mi vuelo
estaba programado para la 17.20, y a medida que pasa la mañana del viaje,
empiezo a darme cuenta de que mi aventura está a punto de empezar. Pero la
mañana no me da tregua, y lo que debiera haber sido un traslado al aeropuerto
tranquilo, se convierte en un apurado viaje mirando el reloj. Pero por fín
llego al aeropuerto con tiempo suficiente y pienso: “ahora a disfrutar cada
minuto, cada hora, que ya habrá tiempo de sufrir corriendo”. Empiezo a
mentalizarme sobre lo que me espera, pienso en llegar al avión y regodearme en
los pasos que tengo que dar hasta llegar a la salida.
Pero no contaba con las compañías aéreas. Mi viaje a Tokio
hace escala en París, con traslado entre Orly y Charles de Gaulle. Según el
programa de viaje, con tiempo de sobra para hacer el “transfer”, pero según
llego a mi puerta de embarque se anuncia un retraso de 45 minutos. Como me
conozco el percal, y perder el vuelo Paris-Tokio supondría decir adiós a la
maratón, me voy al mostrador de la compañía para pelear alguna alternativa de
llegar a Paris antes. Pero no hay nada alternativo que mejore la situación, por
lo que toca esperar y confiar en la providencia (ya que desde hace mucho tiempo
no confío en ninguna compañía aérea). Pasados esos 45 minutos (siempre mienten)
llega el avión en el que tenemos que embarcar, y entre pitos y flautas, tras un
embarque eterno, salimos con hora y media de retraso. A priori me he comido el
margen de confianza que tenía para llegar a Charles de Gaulle.
Mientras vuelo hacia Paris, lo hago con la gran incertidumbre
de saber si llegaré a conectar con mi vuelo Paris-Tokio. Realmente en manos de
la providencia. No me atrevo ni a mirar todos los papeles que vienen conmigo y
que tienen que ver con la Maratón, y que pensaba revisar con delectación en el
vuelo. No quiero poner más ilusión en la Maratón, por lo menos hasta que tenga
seguro que esté volando hacia Japón.
El avión aterriza en Orly a las 9 de la noche. Mi embarque
en Charles de Gaulle es a las 10.30. Quita 20-25 minutos para llegar a la
puerta de embarque, y tengo exactamente dos horas para salir del avión, llegar
a la terminal y buscar el autobús de enlace. Pero una vez más, las compañías
aéreas no dejan de sorprendernos. Una vez aterrizados, esperamos dentro del
avión otros 40 largos minutos hasta que llega la jardinera. Desembarcamos y
cuando ya parecía que la jardinera enfila la terminal, otros 10 minutos en un “stop”
para dejar pasar un avión. Desespero. Pongo el pie en la terminal a las 9.50.
Imposible llegar al Charles de Gaulle. De nada me sirve que me den un billete
para el día siguiente, porque llegaría a Tokio con la feria del corredor
cerrada y no podría correr.
Pero uno no se rinde. “¿Habría algún medio más rápido que un
coche para llegar al Charles de Gaulle?”, le pregunto a la azafata de tierra de
Air France. Y la respuesta es: “si, hay moto-taxis”. Y sin pensármelo, corro en
la búsqueda de una moto-taxi. La broma me iba a costar 150 euros, pero eso, o adiós
a la Maratón de Tokio.
La moto-taxi es una de esas motos tipo scooter, pero
enormes. Te colocan un gabán, un casco, aseguran tu maleta atrás y a la
autopista. Y me dispongo a pasar los
peores 25 minutos de mi vida. A 140 km/hora por carreras de circunvalación de
Paris, totalmente atascadas y circulando entre coches y camiones entre los que
pasábamos a escasos centímetros. No me atrevía ni a mirar al frente. Pensé “voy
a morir en la M-30 parisina, y tampoco correré la maratón…”. Cuando puse un pie
en tierra, ya en la terminal 2E del Charles de Gaulle me prometí no volver a
subirme jamás en un cacharro así. Eran las 10.20 de la noche. Llegué a tiempo
al embarque.
Pero no iban a acabar ahí los incidentes de la noche. Al
llegar a mi asiento, el 29C, había allí aposentada una japonesa que insistía en
que ese era su asiento. Y efectivamente lo era, por un error informático, los
dos teníamos el mismo asiento. Tras otra espera, esta vez de minutos, me dice
la azafata que tiene que darme otro asiento. “¿Pero de pasillo, no?” pregunto. “Si,
de pasillo, aquí… en “preferente”. Bueno, algo empieza a cambiar…
Catorce horas después estoy en la habitación de mi hotel, en
Tokio, esperando a que me entre sueño y escribiendo esto.
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