En tiempos de pandemias, están proliferando las maratones clandestinas. Cuando se lleva la maratón en la sangre, existe la necesidad de enfrentarse a los 42,195 kilómetros, de sentir lo que esta distancia nos demanda de esfuerzo, sacrificio, sentir que aun podemos doblegarla. Y muchos maratonianos se están esforzando en organizar pruebas minoritarias (que llamo clandestinas por llamarlas de alguna manera), pero que cumplen con muchos de los estándares de las llamadas “maratones oficiales”: una distancia bien medida, una bolsa del corredor, dorsales, medalla de “finisher”, avituallamientos,… No es fácil dar con ellas, y de hecho tienes que formar parte de una secta peligrosa, la de los maratonianos irreductibles, adictos a la distancia, perturbados por sentir en las piernas aquello que solo se conoce si se ha experimentado. Yo no llego al extremo de algunos de mis compañeros “de secta”, pero tuve la suerte de ser admitido en su circulo de confianza y de poder conocer alguna de estas carreras clandestinas que están sirviendo para mitigar el mono de falta de carreras oficiales.
El pasado domingo 18 de abril, participé en mi tercera de
estas grandes maratones. Grandes por su dificultad, por lo que implican de correr
en soledad, sin público, sin bandas de música, sin oropeles… enormes por la
ilusión con la que se corren y la ilusión que ponen sus organizadores. En esta
ocasión el organizador es Teo (un maratoniano mítico, muy conocido en Madrid
porque ha corrido muchas ediciones de MAPOMA con un disfraz de “el Zorro”, y no
precisamente haciendo malos cronómetros). Y el lugar el también impresionante
parque de Polvoranca, poco conocido por la mayoría de madrileños, pero muy
conocido por los que trabajamos o vivimos en a zona sur. Un parque por el que
he corrido en cientos de entrenamientos y que me trae recuerdos de muchas horas
de esfuerzo y compañerismo. Un parque espléndido, con rutas agradables y un
entorno natural que merece ser protegido.
Como en muchas de las maratones que he corrido, a medida que
se acerca “la fecha”, van creciendo las dudas. Da igual que sea Nueva York o Polvoranca.
Siempre atenazan las dudas. Y la principal duda de esta vez, estaba vinculada
con algo tan imprevisible como es “¿Cuándo me llamarán para ser vacunado del
COVID?”. Cuando anunciaron que iban a vacunar a mi franja de edad, empecé a
sospechar que me iban a chafar la Maratón de Polvoranca. Pero pasó el lunes, el
martes, el miércoles, sin noticias de cuando me iban a vacunar. Pero el jueves
por la tarde, sonó el teléfono, y me anunciaron que, si quería vacunarme,
tendría que estar al día siguiente a las 18.00 en el Wizink Centre. ¿Podría correr
el domingo? Allí me personé a la hora establecida, y me fui a dormir el viernes
tan ricamente, sin ningún efecto aparente. El sábado fue otra cosa. Amanecí con
algo de fiebre. Y a eso de las dos de la tarde, estaba tiritando debajo de un
edredón y dos mantas. ¿Podría correr el domingo? Después de unas horas, dos
paracetamoles y una buena sudada, aparentemente la fiebre empezó a remitir. El
domingo, a las 5 de la mañana, hora a la que puse el despertador para
desayunar, no tenía fiebre. ¿Pero estaba para correr? Pues seguramente no, pero
la irracionalidad de los que corremos maratones me llevó, un pie detrás del
otro, hacia el coche para ir a Polvoranca.
Nos había convocado Teo en el parking que está al oeste del parque, cerca del lago. Al parking solo se puede llegar desde un determinado acceso, que todo hay que decir, nos remarcó Teo. Pero casi todos los que hasta allí pretendíamos llegar, colocamos el navegador, que de forma contumaz se empeñaba por llevarnos por un camino impracticable para coches normales y que nos metía una vez tras otra por caminos que no llevaban a ningún sitio. Cuando en el navegador aparece que tu destino está a 300 metros, pero que necesitas 30 minutos para llegar… ¡mal asunto! Y vuelta a empezar, y otra vez en el mismo sitio. En unas de las revueltas me encuentro con Luis, uno de mis compañeros de carrera, que estaba en la misma tesitura. Llamadas a Teo. Contestador automático. Y después de varios requiebros solo aptos para un todoterreno, arriesgando quedarnos embozados en un charco, desembocamos en un camino de asfalto que acabó llevándonos, milagrosamente, al parking desde donde arrancaba la carrera. Ya estábamos los diez corredores que formábamos parte de esa aventura. Nueve “chicos” y Lola, una grandísima maratoniana (Lolo, Teo, David, Lola, Antonio Rojas, Javi Fabiani, Antonio López, Pepe, Luis y un servidor).
Después de repartir Teo los dorsales, se dio la salida con
15 minutos de retraso, a las 8.15 de la mañana. El recorrido consistía en 7
vueltas (una “corta” y 6 de poco más de 6 kilómetros para completar los 42,195
km). La vuelta “corta” y la primera de las largas las hicimos en grupo, con Teo
a la cabeza, para conocer bien el circuito. Después cada cual corrió como sus
posibilidades le dejaron. En las dos primeras vueltas nos acompañó mi amiga
Pilar, compañera de entrenamientos, y asidua de Polvoranca. Ya en esas dos
vueltas, empecé a notar que “algo no iba bien”. Las piernas ya me pesaban más
de lo normal, desde el primer paso. Después de que Pilar se fuera, prácticamente
corrí solo todo el tiempo y cuando completé la tercera vuelta, la idea de
abandonar me rondó la cabeza. Pero decidí dar otra vuelta más. El Parque se iba
poblando de familias, corredores domingueros, ciclistas, y nadie podía
sospechar que allí deambulábamos 10 maratonianos clandestinos sufriendo por completar
nuestro sueño. Conseguí acabar la cuarta vuelta, con gran sufrimiento, y de nuevo,
al pasar por la “salida-meta” la idea del abandono me martilleaba la cabeza. Pero
pensé: “nunca he abandonado en una maratón; si abandono, siempre que me sienta
mal, pensaré en abandonar, y abandonaré”. Y además “¿voy a abandonar aquí, en
Polvoranca, parque que me ha visto entrenar tantas veces?”. “Vamos, daremos una
quinta vuelta, a ver que pasa”. En esa quinta vuelta ya era un zombi, pero
cuando pasé por meta, sabía, que por mucho que me tocara sufrir, iba a acabar.
Y así fue. Después d 4 horas 40 minutos, el peor registro de mi vida, acabé la Maratón
de Polvoranca.
Allí estaban esperándome mis compañeros de aventura. Con aplausos, cariño y una medalla. Que me supo tan bien como cualquiera que me dieran en las Majors que he corrido. Después de la foto de grupo de rigor, nos fuimos con la satisfacción de haber puesto una muesca más en nuestra particular lista de maratones. Luis terminó su maratón número 23 con la camiseta de Jordan, de los Bulls, con el número 23.
Cada maratón tiene su afán. Esta vez, además, corrí con una
vacuna recién puesta, que seguramente contribuyó a las malas sensaciones que
tuve desde el principio. Pero esa es la grandeza de la maratón, que nos pone a
prueba más allá de lo que siempre esperas, y te permite darte la satisfacción
de vencer, superarte, sentirte grande.
Agradecí entonces todo lo que Teo había puesto en la bolsa
del corredor, que me ayudó a recuperarme. Y esa tarde descansé muy a gusto, pensando
en… la siguiente maratón.