viernes, 24 de febrero de 2017

Objetivo Tokio 2

Siempre que se acerca el día de una maratón, sobre todo si es una “gran maratón”, como es el caso, uno no hace más que pensar en la carrera. La semana previa entran todo tipo de dolores, entran las dudas,… En mi caso, con las certidumbres con las que llego y teniendo en cuenta que mis últimas tres semanas de trabajo (bueno mis últimos tres meses) han sido trepidantes, sin un minuto para un respiro, llega el día en el que tengo que viajar, y apenas siento los nervios que preceden a la puesta en marcha. Mi vuelo estaba programado para la 17.20, y a medida que pasa la mañana del viaje, empiezo a darme cuenta de que mi aventura está a punto de empezar. Pero la mañana no me da tregua, y lo que debiera haber sido un traslado al aeropuerto tranquilo, se convierte en un apurado viaje mirando el reloj. Pero por fín llego al aeropuerto con tiempo suficiente y pienso: “ahora a disfrutar cada minuto, cada hora, que ya habrá tiempo de sufrir corriendo”. Empiezo a mentalizarme sobre lo que me espera, pienso en llegar al avión y regodearme en los pasos que tengo que dar hasta llegar a la salida.

Pero no contaba con las compañías aéreas. Mi viaje a Tokio hace escala en París, con traslado entre Orly y Charles de Gaulle. Según el programa de viaje, con tiempo de sobra para hacer el “transfer”, pero según llego a mi puerta de embarque se anuncia un retraso de 45 minutos. Como me conozco el percal, y perder el vuelo Paris-Tokio supondría decir adiós a la maratón, me voy al mostrador de la compañía para pelear alguna alternativa de llegar a Paris antes. Pero no hay nada alternativo que mejore la situación, por lo que toca esperar y confiar en la providencia (ya que desde hace mucho tiempo no confío en ninguna compañía aérea). Pasados esos 45 minutos (siempre mienten) llega el avión en el que tenemos que embarcar, y entre pitos y flautas, tras un embarque eterno, salimos con hora y media de retraso. A priori me he comido el margen de confianza que tenía para llegar a Charles de Gaulle.

Mientras vuelo hacia Paris, lo hago con la gran incertidumbre de saber si llegaré a conectar con mi vuelo Paris-Tokio. Realmente en manos de la providencia. No me atrevo ni a mirar todos los papeles que vienen conmigo y que tienen que ver con la Maratón, y que pensaba revisar con delectación en el vuelo. No quiero poner más ilusión en la Maratón, por lo menos hasta que tenga seguro que esté volando hacia Japón.
El avión aterriza en Orly a las 9 de la noche. Mi embarque en Charles de Gaulle es a las 10.30. Quita 20-25 minutos para llegar a la puerta de embarque, y tengo exactamente dos horas para salir del avión, llegar a la terminal y buscar el autobús de enlace. Pero una vez más, las compañías aéreas no dejan de sorprendernos. Una vez aterrizados, esperamos dentro del avión otros 40 largos minutos hasta que llega la jardinera. Desembarcamos y cuando ya parecía que la jardinera enfila la terminal, otros 10 minutos en un “stop” para dejar pasar un avión. Desespero. Pongo el pie en la terminal a las 9.50. Imposible llegar al Charles de Gaulle. De nada me sirve que me den un billete para el día siguiente, porque llegaría a Tokio con la feria del corredor cerrada y no podría correr.

Pero uno no se rinde. “¿Habría algún medio más rápido que un coche para llegar al Charles de Gaulle?”, le pregunto a la azafata de tierra de Air France. Y la respuesta es: “si, hay moto-taxis”. Y sin pensármelo, corro en la búsqueda de una moto-taxi. La broma me iba a costar 150 euros, pero eso, o adiós a la Maratón de Tokio.

La moto-taxi es una de esas motos tipo scooter, pero enormes. Te colocan un gabán, un casco, aseguran tu maleta atrás y a la autopista.  Y me dispongo a pasar los peores 25 minutos de mi vida. A 140 km/hora por carreras de circunvalación de Paris, totalmente atascadas y circulando entre coches y camiones entre los que pasábamos a escasos centímetros. No me atrevía ni a mirar al frente. Pensé “voy a morir en la M-30 parisina, y tampoco correré la maratón…”. Cuando puse un pie en tierra, ya en la terminal 2E del Charles de Gaulle me prometí no volver a subirme jamás en un cacharro así. Eran las 10.20 de la noche. Llegué a tiempo al embarque.

Pero no iban a acabar ahí los incidentes de la noche. Al llegar a mi asiento, el 29C, había allí aposentada una japonesa que insistía en que ese era su asiento. Y efectivamente lo era, por un error informático, los dos teníamos el mismo asiento. Tras otra espera, esta vez de minutos, me dice la azafata que tiene que darme otro asiento. “¿Pero de pasillo, no?” pregunto. “Si, de pasillo, aquí… en “preferente”. Bueno, algo empieza a cambiar…


Catorce horas después estoy en la habitación de mi hotel, en Tokio, esperando a que me entre sueño y escribiendo esto.